Fernando
Jesús Mogaburo López.
Desde
la firma de la concordia de Segovia en 1475, España se convirtió en un reino
único e indivisible, gobernado por dos reyes absolutos, Isabel I de Castilla y
Fernando II de Sicilia, quien heredaría Aragón cuatro años después. Hasta los
decretos de Nueva Planta promulgados por Felipe V en 1715, en algunos
territorios españoles como Aragón, Italia o Flandes existían unas cortes que no
servían para gobernar o legislar en contra de la voluntad del rey, sino para
facilitarle o negarle los subsidios con los que emprender sus empresas bélicas.
Eso no los convertía en estados confederados ni a Aragón en una corona, solo
era un reino; corona era lo que llevaban sus monarcas en la cabeza, de lo
contrario se habrían llamado “coronados” y no reyes.
Por
debajo del rey se encontraban sus señores feudales, de los que había dos tipos.
Quienes ejercían el usufructo temporal de sus dominios eran los barones,
señores o tenientes. Tras su muerte, sus títulos revertían al rey, quien podía
reasignarlos a un heredero o a cualquier otro magnate. Quienes disfrutaban de
la propiedad vitalicia de la tierra y de sus habitantes eran los duques,
marqueses y condes. Cuando estos fallecían, sus títulos pasaban automáticamente
a sus hijos, salvo que el rey dispusiera lo contrario (en caso de rebelión, por
ejemplo). Por definición, todo conde estaba infeudado a un marqués, a un duque
y/o a un rey, por lo que carece de sentido esa teoría de que Barcelona era
independiente porque Borrell II se negó a rendir vasallaje a Hugo Capeto. Una
leyenda muy bonita y enternecedora, pero la realidad era bien distinta. De
haberse rebelado contra uno de los monarcas más poderosos de la cristiandad, le
habrían cortado la cabeza y su condado, una vez invadido y saqueado por la
Hueste francesa, habría sido confiscado y entregado a otra dinastía. Como
ocurrió, por ejemplo, con el de Tolosa tras la batalla de Muret.
Al
principio, Barcelona, Gerona, etc. pertenecían a la Marca Hispánica que, pese a
su nombre, no tuvo marqués, por lo que sus condes estuvieron infeudados de
facto al rey de Francia hasta 1137 y al de Aragón desde entonces, si bien no lo
harían de iure hasta el tratado de Corbeil de 1258. A todos los efectos, un
condado era equivalente a una provincia actual y, como es evidente, no puede
existir una provincia independiente de ningún país. De haberse independizado,
Barcelona habría tenido sus propios reyes, como ocurrió con Pamplona y Aragón,
que también pertenecieron a la Marca Hispánica, o bien con Castilla, Galicia y
Portugal, infeudados a León hasta que sus respectivos condes se independizaron
tanto de facto como de iure.
Desde
que se fundaron los reinos de Asturias en 718 y Pamplona en 905, sus monarcas
fueron arrebatando territorios a al-Ándalus amparándose en su derecho a
restaurar la Hispania visigoda. En un principio, las tierras conquistadas eran
articuladas en condados o tenencias pero, a raíz de que el califato se
desintegrase en taifas, cuando eran conquistadas conservaban el nombre de
reinos aunque ya no tuvieran un rey. En realidad, eran equivalentes a las
comunidades autónomas actuales, que cuentan con sus propios presidentes
subordinados al de España. De hecho, la mayoría de esos antiguos reinos
carecían de un representante de la monarquía, pero otros tenían su propio
virrey, como eran los casos de Navarra, Aragón o Valencia. Otros, como Galicia,
se conformaron con un gobernador civil o bien, en el caso de Granada, con un
capitán general porque albergaba una importante guarnición militar.
En
1516 Carlos I se convirtió en monarca del Sacro Imperio Germánico, una entidad
supranacional compuesta por dominios de diferentes categorías (ducados, marcas,
condados, baronías), al igual que ocurre hoy día en la Unión Europea (reinos,
repúblicas). Digo bien Carlos I, pues nos da igual que llevara el numeral V en
Alemania o el IV en Nápoles, aquí siempre fue el I. Antes de fallecer, Carlos
legó el título imperial a su hermano Fernando y el de rey de España a su hijo
Felipe II. Tanto este como sus herederos aparecían en toda la correspondencia
diplomática como reyes de España, a secas, aunque en muchos documentos figurara
también la relación de todos sus dominios, para recordarles a sus súbditos y al
resto de potencias europeas que le pertenecían.
Así,
por ejemplo, en pleno apogeo del imperio (1621), la intitulación de Felipe IV
incluía 20 reinos, aunque aparecieran algo desordenados. Los de León, Galicia,
Toledo, Sevilla, Córdoba, Jaén y Algeciras habían sido anexionados por los
reyes de Castilla; Valencia, Murcia, Mallorca, Córcega, Cerdeña y las Dos Sicilias
(que incluía Nápoles), por los reyes de Aragón; Granada y Navarra, por Fernando
el Católico; Portugal, por Felipe II; y los Algarves, antigua taifa de Niebla
(Huelva), a medias por Castilla y Portugal, de ahí que se disputaran el título.
El de rey de Jerusalén se vinculó al de Nápoles cuando los cruzados fueron
expulsados de Tierra Santa, por eso pasó al de España tras la campaña del Gran
Capitán. Por motivos desconocidos, nunca aparecieron en la intitulación real
los importantes reinos de taifas de Badajoz y Zaragoza, conquistados
respectivamente por León y Aragón.
A
continuación, figuraban otros territorios que no tenían consideración de reinos
independientes, comenzando por el archiducado de Austria (fusión de Estiria,
Carintia y Carniola), y los ducados de Borgoña (luego Franco Condado), Brabante
(una parte de la actual Bélgica) y Milán (parte del antiguo reino de
Lombardía). Después aparecían los condados de Habsburgo (cuna de la dinastía),
Flandes (la otra parte de Bélgica), Tirol (hoy en Austria) y Barcelona (una
parte de la actual Cataluña, pero no el todo). Seguían los señoríos de Vizcaya
(que incluía Guipúzcoa pero no Álava, cuna de Castilla) y Molina (Guadalajara).
Ambos habían formado parte del patrimonio de los príncipes de Asturias, pero habían
revertido a la corona tras la muerte del heredero don Juan en 1497, por eso
aparecían desglosados. Aunque Gibraltar figurase entre los reinos, nunca había
sido una taifa independiente, sino una simple tenencia. La relación finalizaba
con los territorios de Ultramar, que nunca tuvieron señor feudal ni blasón, y
eran representados en su conjunto por las columnas de Hércules: las islas de
Canaria, las Indias Orientales (Filipinas, Micronesia) y Occidentales
(Norteamérica), así como las islas (Antillas) y tierra firme (Sudamérica) del
Mar Océano. Obsérvese que, aunque México y Perú habían constituido sendos
imperios antes de ser transformados en virreinatos, no figuraban desglosados ni
aportaron blasón alguno a las armas reales.
Carlos
I tenía otros dominios (rey de Hungría, duque de Lorena, marqués de Eslovenia,
conde de Gorizia, etc.), pero desaparecieron de la intitulación de sus
herederos al permanecer vinculados al Imperio. Desde Felipe II en adelante la
Monarquía Hispánica no tuvo más territorios que los que consta en ese
manuscrito que comparto con todos vosotros. Todos los que encontréis en la
Wikipedia son producto de la imaginación de su autor. Como, por ejemplo, el
principado de Cataluña que, a pesar de ese nombre, no era un estado soberano
como el reino de Aragón ni un dominio feudal, como el condado de Barcelona,
sino una región como Extremadura o La Mancha, de ahí que nunca tuviera un
príncipe.
Fernando
Jesús Mogaburo López.
Publicado por La Mesa de los Notables.