Como entrada de hoy queremos reproducir un artículo del general don Fernando García-Mercadal publicado recientemente en la “Tercera” de ABC, la tribuna de opinión más prestigiosa de la prensa española, y que estimamos que es de interés para los lectores de este blog.
PREMIOS Y CONDECORACIONES.
El ministro Grande-Marlaska ha anunciado
la creación de la Orden al Mérito a la Seguridad para distinguir actos y
comportamientos relevantes en favor de la seguridad pública. De este modo verá
la luz en las próximas semanas la cuadragésimo séptima condecoración civil
tutelada directamente por el Gobierno de España. Sí, han leído ustedes bien,
existen en la actualidad cuarenta y seis órdenes y condecoraciones civiles
dependientes de la Administración General del Estado. A este abultado número
hay que añadir las recompensas militares integradas en el Ministerio de
Defensa, así como las preseas creadas por otras administraciones territoriales,
entes del sector público y órganos constitucionales. Una cantidad que no se
justifica en modo alguno y que no resiste la comparación con el total de
órdenes y condecoraciones gubernamentales de algunas de las principales
naciones de nuestro entorno: Francia, doce; Reino Unido, diez; Italia, tres;
República Federal Alemana, una; Portugal, nueve.
Esta inflación honorífica se ve agravada por la infinidad de premios dotados económicamente con cargo a los presupuestos de las diferentes Administraciones, es decir al bolsillo del contribuyente, y por los muy variopintos galardones con apariencia oficial concedidos por empresas, fundaciones y entidades privadas, sobre todo ligadas al tercer sector y a la industria cultural, que encubren muchas veces descarados fines de autopromoción publicitaria. El resultado de esta embarullada situación es que ni la ciudadanía ni las autoridades y funcionarios encargados de administrarlos los identifican adecuadamente. Es por ello que no cumplen la función emuladora para la que fueron creados y que resultan la mayor parte de las veces irrelevantes como indicadores externos de la excelencia social. Es una obviedad: la abundancia de premios y condecoraciones provoca saturación y neutraliza su posible efecto benefactor.
En España, por muy diversos y complejos motivos, entre los que pudiéramos destacar el imparable proceso de fragmentación de las representaciones simbólicas del Estado, el panorama que presenta nuestro Derecho Premial resulta descorazonador. Así, desde la promulgación de la Constitución de 1978, la gestión de las distinciones oficiales no ha generado especial atención en los poderes públicos. En el mejor de los casos, las autoridades que han apreciado la potencialidad que revisten como instrumento de reconocimiento social han desaprovechado la oportunidad que se les brindaba de actuar acertadamente debido a su desconocimiento sobre las mismas y a la inconstancia e incoherencia en el diseño y aplicación de una auténtica política premial. En el peor, no han dudado en utilizarlas como moneda de cambio para retribuir adhesiones clientelares o favores inconfesables.
Por lo demás, las excesivamente numerosas órdenes y condecoraciones españolas se encuentran reguladas en una normativa arcaizante, asistemática, dispersa e inconexa y la imposición de sus insignias suele revestir una evidente vacuidad ceremonial. Sería muy conveniente aprobar una norma de cabecera que, sin perjuicio de los reglamentos particulares de cada una de las distinciones, sancione, con visión integradora, los grandes principios rectores en la materia. Los criterios sobre el ingreso o promoción en las Reales Órdenes y la concesión de condecoraciones acordados por el Consejo de Ministros en su reunión del día 12 de julio de 1973 supusieron, en su momento, un intento de armonizar las disposiciones premiales hasta entonces vigentes. Sin embargo, el largo tiempo transcurrido y los cambios experimentados en la sociedad española hacen necesaria una nueva regulación, que habrá de tener muy presente la condición de ‘fons honorum’ que la Constitución atribuye de forma expresa a la Corona en su artículo 62.f.
No hace falta, pues, crear nuevas condecoraciones sino más bien hacer todo lo contrario. La principales fuerzas políticas debieran suscribir un pacto de Estado que aborde sin más dilaciones una urgente reforma del sistema premial español, reduciendo el elevado número de distinciones civiles, manteniendo las más antiguas o prestigiosas, de modo que los méritos o conductas dignos de reconocimiento, sea cual sea el ámbito en que se produzcan, no queden sin recompensa. En este proceso de racionalización deberían conservarse las órdenes de Carlos III, Isabel la Católica, Mérito Civil, Mérito Agrícola, Alfonso X el Sabio, San Raimundo de Peñafort, Sanidad, Mérito Deportivo, Medalla del Trabajo y pocas más. En función de la iniciativa que proponemos, la Orden del Mérito Civil se configuraría en el nuevo marco normativo como la distinción estatal que, aglutinando a todas las existentes de similares fines, se destinase a premiar con carácter general, no vinculado a un sector de actuación específico, a los ciudadanos españoles y extranjeros que se hayan distinguido por sus virtudes cívicas y servicios eminentes a España. Se convertiría de este modo en la gran orden nacional, laica y ‘democrática’, siguiendo el ejemplo francés del general De Gaulle, que canceló en 1963 trece condecoraciones ministeriales a fin de reforzar el crédito de la Legión de Honor. Al mismo tiempo, la Corona ha de asumir un mayor protagonismo y vigor directivo en la administración de las instituciones premiales, como encarnación simbólica de la nación, para lo cual sería primordial que fuera el propio Rey de España el que presidiera la ceremonia de imposición de las insignias de la órdenes y condecoraciones nacionales, a celebrar en el Palacio Real cuatro o seis veces al año.
Aunque el horizonte se presente poco
alentador, no debe abandonarse la esperanza de que la situación pueda mejorar.
Tiene toda lógica que así sea: los poderes públicos acabarán dándose cuenta de
que una inteligente política premial incentiva las conductas virtuosas, fomenta
el espíritu de superación, refuerza positivamente el ánimo de los ciudadanos,
constituye un contrapeso, como simetría moral, a los castigos disciplinarios y
sanciones penales, y, con todo ello, contribuiría significativamente a la vertebración
social y a la cohesión territorial de nuestra querida España.
Publicado por La Mesa de los Notables.