Como
entrada de hoy queremos reproducir un artículo del general don Fernando
García-Mercadal publicado ayer, día 24 en la “Tercera” de ABC, la tribuna de opinión más prestigiosa de la prensa española.
El
Excmo. Sr. Don Pablo Iglesias Turrión.
El
Boletín Oficial del Estado del pasado 29 de diciembre publicaba un Real Decreto
por el cual Don Felipe VI concedía la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden
de Carlos III a Pablo Iglesias, vicepresidente segundo del Gobierno de España
entre 2020 y 2021. Despejado el chubasco desatado por dicha decisión en algunos
medios de comunicación y redes sociales, creemos que la noticia necesita
abordarse con un poco más de calma y perspectiva.
La
verdad es que cuanto se ha dicho y escrito sobre este tema nos parece
desenfocado. Casi todos los comentarios se han centrado en censurar, por lo
general de manera bastante cáustica y destemplada, el acto mismo de la
concesión, estimando que una persona como el Sr. Iglesias que, ciertamente, se
ha posicionado en tono avinagrado, y muchas veces inelegante, contra la
Monarquía y los símbolos políticos patrios, –la Bandera y el Himno nacionales,
principalmente–, no merecía en modo alguno recibir la más alta distinción civil
que concede nuestro país, situada en prestigio y raigambre histórica
inmediatamente después de la Insigne Orden del Toisón de Oro. Si las reales
órdenes y condecoraciones son, a las postre, una de las expresiones sublimadas
del sentir de la nación, no resulta lógico, señalan los críticos, que se premie
a una persona pública con algo tan íntimamente ligado a un sistema de valores
que en el fondo detesta.
Este planteamiento no es
acertado. En todos los países democráticos las distinciones oficiales
acostumbran a distribuirse con criterios más o menos razonables y, aunque a
veces no están exentos de polémicas, su concesión está sujeta a ciertos usos y
convenciones o tiene establecidos ciertos mecanismos de control de manera que
la justicia premial llegue a todos los ciudadanos, sin distinción de su origen
social, sexo, profesión o ideas políticas. Uno de esos usos o convenciones no
escritas es que el Gobierno entrante condecore al saliente. Así se ha hecho en
España, desde el siglo XIX, con muy pocas excepciones.
El
meollo de la cuestión no radica en que el Sr. Iglesias haya sido condecorado
por el Rey, –por lo demás mediante un acto jurídicamente debido, pues Don
Felipe está obligado constitucionalmente a refrendar la iniciativa del
Gobierno–, sino en que la concesión de la meritada Gran Cruz se haya reducido a
un aséptica disposición reglamentaria, redactada de forma estereotipada y
despachada como si de una norma del catastro o una licencia de obras se
tratase, ayuna por completo del rito de institución, –empleamos la noción
acuñada por el gran sociólogo Pierre Bourdieu
(1930-2002)–, que debiera acompañar siempre este tipo de
actuaciones.
Efectivamente,
la investidura con la máxima condecoración que otorga España, de la que Su
Majestad es gran maestre, sólo puede tener éxito y cumplir la finalidad de
recompensa de los servicios prestados y de emulación social para la que fue
fundada si va unida al debido respeto a las formas y cortesía institucionales,
respeto que ha de extenderse, es de sentido común, a la Corona que la creó en
1771 y que tiene atribuidas las competencias de “fons honorum”, según dispone
el art. 62 f) de nuestra Constitución. Dicho con otras palabras, solo si se
concede tal reconocimiento bajo ciertas condiciones, que Bourdieu califica de
“litúrgicas”, puede ejercer una eficacia simbólica completamente real, en tanto
que transforma a la persona consagrada. En primer lugar, porque modifica la
imagen y los comportamientos que de ella tienen los demás (siendo el más
evidente de estos cambios el hecho de que, en este caso, reciba a partir de
ahora el tratamiento de Excelentísimo Señor); y luego porque altera la
apreciación que la persona investida tiene de sí misma y las actitudes que se
cree obligada a adoptar para estar a la altura de su nuevo estatus. Aceptando
esta premisa se puede comprender mejor el estimulante efecto de cohesión social
y territorial que pueden desplegar las condecoraciones en las sociedades
avanzadas si son sabiamente administradas por los poderes públicos. Es
precisamente esta motivación utilitarista la que inspira la obra del filósofo y
jurista turinés Norberto Bobbio (1909-2004), quien nos recuerda que el Derecho
debiera cumplir también una función promocional, y no exclusivamente limitativa
y prohibitiva, procurando un empleo mayor de las “técnicas de alentamiento”
(premios e incentivos) que de las “técnicas de represión”.
La
concesión de órdenes y condecoraciones debiera ser una cuestión de Estado. No
puede trasladarse a los ciudadanos la impresión de que se otorgan muchas veces
por afinidades políticas o compadreos con el inquilino que ocupa la Moncloa en
cada momento. Para ello nada mejor que vigorizar la presencia de la Corona en
este tipo de asuntos y que fuera el propio Rey de España el que presidiera la
ceremonia de imposición de las insignias de todas las órdenes y condecoraciones
civiles nacionales, a celebrar en el Palacio Real cuatro o seis veces al año.
Esta ceremonia –emotiva, armoniosa, sutil y espiritual– habría de conciliar
solemnidad, sentido de Estado, fuerza simbólica y ritual, adecuada puesta en
escena y proyección mediática, dando visibilidad a los fines de ejemplaridad
social para los que fueron creadas las órdenes y condecoraciones y reforzando
el papel psicológico y conciliador de la Monarquía.
Las
distinciones son consustanciales al alma humana y han existido desde siempre,
en todas las épocas y regímenes, con independencia de su particular orientación
ideológica. No hay fundamento alguno, por consiguiente, para escandalizarse por
el hecho de que el Sr. Iglesias haya aceptado ingresar en la Orden de Carlos
III. Hasta un detractor tan visceral de los premios y dignidades de su país
como fue el diputado laborista Willie Hamilton (1917-2000), hubo de reconocer,
con ciertas dosis de cinismo, la satisfacción que percibía en la mayoría de sus
compatriotas pertenecientes a las clases medias y menestrales cuando eran
condecorados personalmente por la Reina Isabel: “que una distinción, por fea
que sea, pueda señalizar la culminación de las ambiciones de una vida humilde,
es cosa que debe obligarnos a pensar”.
Fernando
García-Mercadal es General Auditor (R) del
Cuerpo Jurídico Militar.
Publicado por La Mesa de los Notables.