Como entrada de hoy queremos reproducir
un artículo del general don Fernando García-Mercadal publicado recientemente en
la “Tercera” de ABC, la tribuna de opinión más prestigiosa de la prensa
española, y que estimamos pudiera ser de interés para los lectores de este blog.
DERECHO PREMIAL Y POLÍTICA DE ESTADO.
La
concesión de distinciones honoríficas constituye una constante histórica en
todas las sociedades y culturas, adoptando en cada una de ellas una fisonomía
particular. Su sistematización racional, plasmada en normas integrantes del
ordenamiento jurídico, constituye lo que desde no hace demasiado tiempo ha
venido en llamarse, cada vez con mayor aceptación doctrinal y jurisprudencial,
Derecho Premial.
En
la mayoría de las naciones democráticas, monárquicas o republicanas, como son
algunas de las más antiguas de Europa, los institutos premiales se han
conservado en todo su esplendor, perfectamente imbricados en una cosmogonía de
símbolos y liturgias que recuerda a diario a los ciudadanos que las estructuras
políticas en las que viven no son algo improvisado que ha surgido de repente.
El colorista y alegre mundo de las órdenes y condecoraciones, estatales y
dinásticas, civiles y militares, su belleza y atractivo, amén de un poderoso
instrumento de emulación social, se erige en muchos de estos países como un
lenguaje ancestral, como un injerto de seducción y ritualidad en medio de un
mundo cada vez más insulso y chabacano.
Lamentablemente, hemos de hablar aquí de la “excepción española” puesto que la actividad premial desplegada por nuestras autoridades presenta desde hace décadas una preocupante falta de transparencia y objetividad y no existe un plan estratégico de actuación del Estado en aras del interés general vinculado a la idea de fomento honorífico. Así, no son infrecuentes galardones oficiales otorgados “en caliente” o de forma precipitada, la concesión indiscriminada de condecoraciones en masa y a colectivos innominados, a personas con una trayectoria muy afilada y controvertida o sin la tramitación del pertinente expediente en el que figuren debidamente justificados los méritos concurrentes. Por no hablar del “agujero negro” de las medallas pensionadas o de las distinciones a título póstumo en las que los políticos se dejan arrastrar muchas veces por los panegíricos hiperbólicos que llueven inmediatamente sobre los finados, pues ya sabemos que la muerte edulcora las biografías y las embellece siempre una barbaridad.
Es urgente, por tanto, una regulación
cabal y serena de toda la actividad premial del Estado bajo el paraguas de una
única norma de cabecera que ponga fin al actual gazpacho normativo que regula
los honores y condecoraciones oficiales. Una norma de cabecera que, sin
perjuicio de los reglamentos particulares de cada una de los premios y
condecoraciones, sancione, con visión integradora, los grandes principios
rectores del Derecho Premial.
¿Y
cuáles debieran ser estos principios? En primer lugar, la concesión de órdenes
y condecoraciones ha de abordarse como una cuestión de Estado, no partidista.
Para ello nada mejor que vigorizar la presencia de la Corona en este tipo de
asuntos y que la Familia Real tome parte activa y visible en la ceremonia de
imposición de todas las órdenes y condecoraciones nacionales. De este modo
daría aliento y apoyo con su presencia física a todos aquellos esfuerzos de la
gente corriente que han resultado beneficiosos para la sociedad, esfuerzos más
relacionados con la cultura, la investigación, el arte y la literatura, el
estudio y el deporte, la empresa y la industria, que con la política.
Se
impone, en segundo término, que las diferentes Administraciones Públicas
diseñen una política de incentivos honoríficos rigurosa, coherente y eficaz. Es
preciso impulsar un giro institucional de ciento ochenta grados que rompa las
inercias de cincuenta años de una praxis premial por completo desenfocada y
haga desaparecer de nuestro ordenamiento jurídico decenas de órdenes y
condecoraciones de bagatela que se nos presentan envueltas en engañoso papel de
celofán, dignificando con ello las más señeras y prestigiosas. Además, es
necesario crear una Cancillería de Títulos, Órdenes y Condecoraciones del Reino
en Presidencia del Gobierno que coordine todas las propuestas de concesión de
los diferentes ministerios e instancias oficiales. De este modo podría ponerse
fin a la impresión que ofrecen muchas veces nuestros políticos de que los
premios y condecoraciones se distribuyen de forma antojadiza, como si fueran
chuches en un cumpleaños infantil.
No
debemos pasar por alto tampoco que existen un metalenguaje, una escenografía y
una “poética” propios de la honorificencia histórica que condicionan nuestra
percepción de lo que representan las insignias y atributos dispensados por los
poderes públicos y que esta puesta en escena, y sus pompas y demás galanuras,
no pueden soslayarse. Hemos presenciado últimamente actos de entrega de
condecoraciones que producen alipori y ocurrencias e “innovaciones”
protocolarias infumables como hacerse un “selfie” en el momento de recibir la
Medalla al Mérito en las Bellas Artes o a una ex ministra lucir la gran cruz de
Carlos III anudada al cuello como si fuera una borrufalla de bisutería.
Por último, en España, no existe forma alguna de saber si una persona ha sido condecorada por el Estado. Y mientras no se cree un registro de libre acceso que facilite esta información de forma completa y detallada no podrán surtir plenos efectos ejemplarizantes las distinciones oficiales, también en lo que concierne a la posible deposición de sus titulares cuando sean condenados en sentencia firme por un delito que lleve aparejada la pena de inhabilitación o incurran en causa de indignidad prevista en su normativa reguladora.
Ni
que decir tiene que la nueva orientación para el despacho de las distinciones
que proponemos –que implica una completa resignificación cultural de las
mismas– requiere una perfecta sintonía entre la Casa de S. M. el Rey y
Presidencia del Gobierno así como unos procedimientos de actuación específicos
que actualmente no existen.
Estamos necesitados más que nunca de
valores referenciales y de marcos simbólicos sólidos que orienten las
estructuras sociales hacia la ejemplaridad y el bien común. Un estado soberano
no es solo el que ostenta el monopolio legítimo de la fuerza sancionadora sino
también el que sabe reconocer públicamente las conductas especialmente
meritorias y virtuosas de sus conciudadanos.