El diario La Razón recoge hoy entre sus páginas un artículo del general don Fernando García-Mercadal que, por su indudable interés, reproducimos en este blog.
La Princesa Leonor y
las condecoraciones españolas.
Coincidiendo con su
mayoría de edad, Don Felipe VI ha impuesto a la princesa Leonor el Collar de la
Real y Distinguida Orden de Carlos III. Unos días antes un portavoz de La
Moncloa había anunciado el acontecimiento con un comunicado sorprendente: «El
Gobierno ha concedido el Collar de la Orden de Carlos III a la princesa
Leonor». En vísperas de la ceremonia, el Ministro de la Presidencia, Sr.
Bolaños, volvió a insistir en que era el Gobierno quien «condecoraba» a la
Heredera. La noticia fue recogida en estos mismos términos por la mayoría de
los medios de comunicación y redes sociales, RTVE incluida, ayuna de cualquier
matización o puntualización crítica. Si bien estamos acostumbrados a escuchar
toda clase de naderías cuando se abordan asuntos relacionados con el Ceremonial
del Estado y la historia de la Dinastía, en este caso nuestra perplejidad se ha
visto desbordada por cuanto creíamos que el mandato que nuestra Constitución
sanciona en su art. 62 f, de que corresponde al Rey, y solo al Rey, «conceder
honores y distinciones con arreglo a las leyes» era archisabido en los
despachos oficiales.
Hay que decir que la
previsión constitucional de la Corona como fons honorum es un título de
competencia material, de iniciativa y efectiva resolución, aunque esté recogida
en el mismo apartado junto con otras atribuciones del Rey de mera competencia
formal o de puro refrendo, como son las de «expedir los decretos acordados en
el Consejo de Ministros» y «conferir los empleos civiles y militares».
Contemplada en términos pacíficos en todas nuestras Constituciones históricas,
constituye una titularidad jurídica irreductible e íntimamente ligada a la
liturgia monárquica, hasta el punto de que el Derecho Premial es la parcela de
nuestro ordenamiento sobre la que el Rey dispone de una mayor discrecionalidad
y autonomía. La propia fórmula del Real Decreto de concesión del pasado 10 de
octubre –«Queriendo dar una muestra de Mi Real aprecio a mi hija…»– revela la
accesoriedad de la intervención gubernamental. ¿Ignorancia culpable o ninguneo
deliberado de la Corona? En cualquier caso, el episodio es revelador del escaso
rigor con que los asuntos premiales son tratados en nuestro país.
La experiencia
acumulada estas últimas décadas aconseja no demorar más la aprobación de una
norma de cabecera sobre órdenes y condecoraciones civiles del Reino de España
que sustituya el actual marco regulador, –arcaizante, disperso y desordenado,
sin claras cláusulas derogatorias–, cuyo contenido debería descansar sobre dos
principios rectores. El primero es que las condecoraciones han de tener
carácter graciable y puramente honorífico, debiendo suprimirse, en
consecuencia, las todavía (pocas) distinciones pensionadas subsistentes. El
segundo, y muy importante, requiere la necesaria simplificación de nuestro
sistema premial, reduciendo el elevado número de órdenes y condecoraciones
civiles dependientes de la Administración General del Estado, cuarenta y ocho
nada menos, manteniendo las más antiguas o prestigiosas, de modo que los
méritos o conductas dignos de reconocimiento, sea cual sea el ámbito en que se
produzcan, no queden sin recompensa.
Al no existir
memoria administrativa alguna que recuerde, tramite y haga un seguimiento de
los diferentes candidatos, méritos y concesiones, es bastante habitual que se
otorguen distinciones muy dispares para iguales circunstancias y merecimientos
y que los diferentes grados o categorías de las reales órdenes y
condecoraciones civiles se asignen según criterios mostrencos que no aprueban
el más elemental test de razonabilidad. Para corregir esta situación, sería
preciso crear una única Cancillería de Títulos, Reales Órdenes y
Condecoraciones presidida por un Delegado Regio que, contando con los
pertinentes asesores, coordinase todas las propuestas de concesión de los
diferentes ministerios, asumiendo el papel de organismo de referencia en
asuntos premiales e impulsando una labor cultural y de divulgación que juzgamos
muy necesaria, como es el caso de la Gran Cancillería de la Legión de Honor en
Francia o de la Cancillería Central de las Órdenes de Caballería en el Reino
Unido. Finalmente, la Corona tiene que asumir un mayor protagonismo en la
administración de las instituciones premiales, como encarnación simbólica de la
nación, para lo cual sería esencial que fuera el propio Rey de España el que
presidiera la ceremonia de imposición de las insignias de la órdenes y
condecoraciones civiles nacionales, a celebrar en el Palacio Real cuatro o seis
veces al año.
No puede negarse la
dimensión social de los premios y condecoraciones cuando están sabiamente
administrados, sin amiguismos ni frivolidades. Bajo el pretexto de que
constituyen pura quincalla o arqueología jurídica se les niega un lugar
decoroso entre los valores contemporáneos. Pero, como decía Napoleón, «estas
fruslerías que son las distinciones, ¿podrían ejercer el poder que tienen, si
no fueran capaces de dar al menos la apariencia de un sentido, de una razón de
ser, a esos seres sin razón que son los humanos?».
Fernando
García-Mercadal. Vicedirector de la Real Academia Matritense de Heráldica y
Genealogía.
(La Razón.-04/11/2023).
Publicado por La
Mesa de los Notables.