El diario La Razón
publica hoy un artículo de don Fernando García-Mercadal que, por su
temática acorde con las de esta
publicación, queremos compartir hoy como última entrada del 2.023.
El logo del Senado,
metáfora de nuestro tiempo.
Resulta deprimente
constatar que casi todos los textos y manuales sobre imagen corporativa que
manejan los profesionales del diseño se apoyan en unos planteamientos vicarios
de una concepción mercantilista del mundo.
Fernando
García-Mercadal.
El Estado no debiera
ser simplemente una superestructura burocrática cuya única expresión externa
consista en expedir leyes, dictar sentencias, aprobar actos administrativos,
firmar tratados diplomáticos y recaudar impuestos. Dicho con otras palabras, la
política no solo está conectada con el mantenimiento del orden y de la
justicia, la redistribución de la riqueza y la adecuada gestión de los
servicios públicos. También lo está con aspectos emocionales, simbólicos y
patrióticos. De ahí la importancia de los signos integradores que proyectan el
contenido axiológico de la nación y hacen sencilla su percepción por la
«gente», ofreciendo una sensación de pertenencia, armonía y continuidad. Es el
caso de la bandera, el escudo y el himno nacionales, las fiestas, ceremonias y
celebraciones oficiales, y las órdenes y condecoraciones, civiles y militares.
Ocurre que el
entramado institucional y los modelos organizacionales que garantizaban
simbólicamente ciertos marcos de referencia en las relaciones humanas han sido
reemplazados en los últimos tiempos por un nuevo contexto en el que casi todos
los poderes públicos han desatendido su dimensión imaginaria y el proceso
histórico y cultural que la había conformado. Además, la pérdida por parte del
poder político del monopolio en las funciones rituales y simbólicas ante el
imperio de los media y las redes sociales es un hecho incuestionable. Las
escenificaciones del Estado, al subordinarse a la lógica puramente comercial
del consumo y del mercado, y compartir tramoya y formatos con las entidades
privadas, han visto debilitados sus contenidos de orden institucional y ello
hace que se resienta, inevitablemente, la centralidad simbólica e ideológica
del estado nación.
Una de las
manifestaciones más preclaras de esta fragmentación de las representaciones del
Estado y de la deslocalización emocional de los ciudadanos son los continuos
cambios y modificaciones a que se ven sometidos sus emblemas seculares y hasta
las mismas denominaciones de los organismos públicos (el incesante baile de
nombres de los ministerios es un buen ejemplo de ello) lo que dificulta todo
nexo sentimental más o menos estable de los administrados con sus
instituciones. Así, en nombre de una presunta modernidad y de los tópicos
multiculturales más oportunistas, se están reemplazando los centenarios escudos
municipales y los de algunas de nuestras universidades y corporaciones más
señeras por logos, «gadgtes» y otros fetiches insustanciales, a cual más
ramplón y hortera. Ahora le ha tocado el turno al Senado y todo indica que su
bellísimo escudo ovalado y su corona real tienen los días contados y van a ser
sustituidos por un ideograma de la fachada del hemiciclo que da a la calle
Bailén, ligero y trivial, que parece dibujado por un grupo de escolares en
clase de manualidades. Según los promotores de la mudanza, el propósito es
«reducir el estrés visual» que produce el escudo de España, base sobre la que
descansaba hasta el presente la imagen institucional de la Cámara Alta.
Las decisiones
adoptadas por los políticos españoles en las dos últimas décadas en materia de
comunicación institucional obedecen más a planteamientos economicistas y
gerenciales que a criterios inspirados en el metalenguaje ornamental y solemne
propios de una Monarquía milenaria. Claro está que las instituciones,
–políticas, económicas, culturales–, están sometidas a una enorme presión
externa por parte del mercado y que sus actividades se han visto condicionadas
por nuevas exigencias comunicacionales que han adquirido una importancia
estratégica, haciéndoles replantear de continuo su identidad institucional,
pues la imagen que proyectan en la sociedad, es decir la interpretación o
lectura que los ciudadanos tienen o construyen de dichas instituciones, ha
terminado por erigirse en la clave de toda actuación de nuestros gobernantes, a
la que supeditan casi siempre sus decisiones e intereses. De este modo el
lenguaje publicitario se ha convertido en paradigma de todos los lenguajes
sociales, incluido el institucional.
Resulta deprimente
constatar que casi todos los textos y manuales sobre imagen corporativa que
manejan los profesionales del diseño se apoyan en unos planteamientos vicarios
de una concepción mercantilista del mundo, impregnados de fuertes prejuicios hacia
las representaciones simbólicas tradicionales. En nuestros días es hegemónica
la idea de que solo existe un modo para comunicar con eficacia la esencia o la
identidad de un organismo público: la instantaneidad y la rapidez. Con ello se
descartan otras posibles mediaciones del alma corporativa, como serían la
Historia o la Cultura.
La solidez y armonía
institucional a merced de criterios de «merchandising» propios de una compañía
con ánimo de lucro. El Senado disociado de toda connotación de proyecto nacional
–nada de referencias a nociones «discutidas y discutibles»– de compromiso
comunitario o de arraigo histórico, vinculado a partir de ahora mediante un
esquemita «pop» con la idea insípida de una empresa de prestación de servicios.
Y la derecha, que goza de mayoría absoluta en la cámara, evidenciando una vez
más que en los asuntos que atañen a las liturgias del Estado se apresta, con
demasiada y preocupante frecuencia, a desafinar y dar la nota.
Para leer el
artículo original publicado en La Razón: aquí.