La nobleza asturiana
despide a uno de sus miembros más queridos.
Manuel Ruiz de
Bucesta.
No ganó imperios,
aunque supo vencer soberbias, tampoco erigió ninguna Catedral pero logró formar
una gran familia, ni siquiera descubrió algún misterio de la ciencia, pero a lo
largo de su vida supo granjearse buenos amigos. Rogelio era, simplemente, un asturiano
enamorado de su tierra y un español de cuerpo entero por cuya patria siempre
ambicionó una gran esperanza.
Rogelio Díaz-Agero
ha sido, sin ninguna duda, un buen hombre, también un esplendido marido y un
inmaculado padre. Persona de carácter jovial, en extremo bondadoso y de una
serenidad increíble con la que enseñaba a todos a conocer la verdadera
felicidad. Permítanme contar que Rogelio me regaló su amistad, él me la quiso
entregar imperecedera y personalmente la sentí siempre infinita. Jamás escuché
réplica alguna, fue esa amistad genuina, ganada por la grandeza de su corazón
que hacía recobrar la vida y la perfecta alegría. El esplendor de su excelencia
siempre me pareció un sueño, eternamente alejado de la vanidad, poseía una
riqueza única que hacía de él un valor magnífico. Su señorío -porque era de
casa noble-, no era solamente un asunto de sangre revestida de azul, lo suyo
era caballerosidad e hidalguía, porque quien lo conoció supo que él fue un
ilustre hijo de la observancia, de la humildad, de la cortesía y de la
urbanidad, que poseía una naturaleza muy especial y una personalidad grande,
ganada con el esfuerzo y el sudor de su trabajo.
Hoy se me ha ido un
gran amigo. Y respondía mi joven hija ante mis lágrimas, ¡seguro que ya está
feliz junto a sus padres! ¡Dichosa verdad y hermosa inocencia! Estará alegre
con sus padres y también feliz por volver a abrazar a su pequeña hija. Además
se mostrará risueño y satisfecho porque sabe que la fría lanza que atravesaba
el corazón de sus preocupaciones, ya no tendrá que volver a sufrirla. Estará
radiante y dichoso porque sabe que ha dejado ordenado todo a su alrededor. Y en
este instante me place llorar, sobre todo porque la adversidad y las
ocupaciones no me han dejado despedirme. Soy consciente de que en esta ocasión
has querido atender sólo al importante negocio de la eterna salvación y yo no
supe escucharte cuando me hablabas. Querido amigo, soy consciente de que la
mano de Dios es la que dirige los reveses y las aflicciones, también las
fortunas y, en ocasiones, hasta la buena suerte. A nosotros dos nos han quedado
muchas cosas pendientes, pero sería ingrato disputar con la providencia divina
que es quien sabe siempre lo que nos conviene.
La razón nos dicta
que la naturaleza es sabia y hoy conozco que sólo Dios sabe lo que corresponde
al hombre, -y esto es lo me que dictabas tú, como hombre juicioso que siempre
te has ocupado alegremente de todo aquel de quien te rodeabas-. No negaré que
nos dejas muchos recuerdos, todos buenos, todos gratos, todos delicados y
apacibles, pero también dejas un gran vacío en el corazón de muchas personas
que te hemos querido. Queda, no obstante, pensar en que pronto nos quedarán los
buenos momentos, sobre todo al recordar aquellas palabras que decía Gabriel
García Márquez en cuanto a que la memoria del corazón elimina los malos
recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a este artificio, logramos
sobrellevar el pasado.
Pocos sabrán de tu
grandeza, pero en este instante me apetece sonreír y recordarnos en aquel
bautismo tan grato que, un hermoso día, nos unió a varios amigos como
rejuvenecidos Diné Bikéyah. Son estas pequeñas cosas las que ciertamente nos
dejarán tolerar el dolor.
Publicado el 17 de
enero de 2024 en La Nueva España.
Publicado por La Mesa de los Notables.