Ayer mismo recibí un magnífico artículo
de don Jorge Bernaldo de Quirós, muy bien documentado, sobre el capitán don
Miguel Rodríguez Bescansa, fallecido en la acción de Yebel Malmusi, el 22 de
septiembre de 1925, que él mismo lideraba. Su heroica muerte tuvo lugar
durante un combate durísimo -calificado por muchos como dantesco- tras haber
tomado una posición hostil y reorganizado a sus tropas bajo una enorme presión.
Aquella hazaña le valió la concesión, a título póstumo, de su segunda Cruz
Laureada de San Fernando.
Por lo extenso del artículo, no puedo
publicarlo íntegramente en formato blog, como quisiera. No obstante, me he
atrevido a preparar un extracto para honrar la memoria de este héroe español en
el centenario de su muerte.
EXTRACTO DEL ARTÍCULO DE DON JORGE
BERNALDO DE QUIRÓS SOBRE EL BILAUREADO CAPITÁN DON MIGUEL RODRÍGUEZ BESCANSA, EN EL CENTENARIO
DE SU FALLECIMIENTO.
Se cumple este año el centenario de la
muerte del capitán don Miguel Rodríguez Bescansa, uno de los protagonistas más
fulgurantes de las campañas españolas en el Rif. Su figura, tan intensa y
luminosa como efímera, parece diluirse en la memoria colectiva, oscurecida por
los grandes acontecimientos que sacudieron el siglo XX. Sin embargo, su vida y
su muerte resumen con rara pureza el sentido del sacrificio militar, la entrega
al deber y la lealtad absoluta hacia los hombres bajo su mando.
Nacido en Pamplona en 1900, Bescansa
abrazó la carrera de las armas desde la adolescencia. Con apenas quince años ya
conocía el polvo africano, y pronto se ganó fama de oficial impetuoso, siempre
dispuesto a aparecer en el punto más comprometido del frente. En aquellas
campañas coloniales -marcadas por emboscadas, avances difíciles y un enemigo
tenaz- el valor personal era una moneda imprescindible; y el joven navarro
parecía poseerlo en grado inusual.
Su primer gran acto de heroísmo se
produjo en el bosque de Sidi Dauetz, el 17 de julio de 1925. Allí, bajo fuego
intenso y en un terreno confuso, logró reorganizar a sus hombres, animarlos en
árabe, tomar el banderín y lanzar una contraofensiva que restableció la
posición española. Herido, ocultó su dolor para sostener la moral de la tropa,
consciente de que la serenidad del jefe podía decidir el resultado de la
jornada. La acción le valió su primera Cruz Laureada de San Fernando, un
reconocimiento reservado apenas a unos pocos elegidos.
Poco después fue destinado a la Harca de
Muñoz Grandes, donde participó en la operación más audaz del Ejército español
en Marruecos: el desembarco de Alhucemas, iniciado el 6 de septiembre de 1925.
Según los testimonios, Bescansa fue el primer oficial español en saltar a la
playa, y él mismo clavó la bandera en el terreno recién arrebatado al enemigo.
Ese gesto, más simbólico que táctico, condensaba la imagen que ya se tenía de
él: la del jefe que se gana el respeto ocupando el primer puesto, no el último.
Pero su destino se selló finalmente el
22 de septiembre de 1925, durante un reconocimiento ofensivo en las
escarpaduras del Yebel Malmusi. Los destacamentos avanzados habían flaqueado
bajo el empuje rifeño, y la situación amenazaba con desbordarse. Bescansa, al
frente de su Tabor, avanzó sin esperar órdenes, sosteniendo la línea, arengando
a sus hombres, abriéndose paso entre trincheras, humo y gritos. Allí cayó buena
parte de su mando.
Ordenada la retirada, supo que uno de
sus Caídes había quedado tendido en el campo. Pudo retirarse y alegar que la
misión estaba cumplida. Pero volvió. Esa decisión -tan humana como temeraria-
definió su figura más que todos sus actos anteriores. En la penumbra del
combate, mientras intentaba recuperar el cuerpo del compañero caído, un disparo
en la cabeza lo derribó para siempre. Su vida se extinguió en el mismo gesto de
lealtad que pretendía rendir a uno de los suyos.
Por aquella acción fue reconocido con su
segunda Laureada, una distinción excepcional que solo comparte, en su siglo,
con el general José Enrique Varela. Pero mientras Varela prolongó su vida hasta
convertirse en figura central del Ejército español, Bescansa quedó detenido
para siempre en la edad heroica: veinticinco años de vida y dos Laureadas en el
pecho, símbolo perfecto del sacrificio llevado hasta el extremo.
Su memoria, sin embargo, quedó relegada
con el paso del tiempo. La Guerra Civil, la posguerra y las transformaciones
del país desdibujaron la épica africana y sus protagonistas. Revivir hoy la
figura de Bescansa no significa ignorar la complejidad moral de las guerras
coloniales; significa, en cambio, reconocer el valor individual, la
responsabilidad del mando y la nobleza del gesto final que define una vida.
A cien años de su muerte, el nombre de
Miguel Rodríguez Bescansa nos devuelve a una verdad sencilla y antigua: que hay
hombres que, en el momento decisivo, eligen correr hacia el peligro para no
dejar atrás a los suyos. Esa elección, más que ninguna condecoración, es lo que
justifica que su historia se siga contando. Es, también, lo que convierte su
muerte en un símbolo perdurable de lealtad, coraje y humanidad en medio del
combate.
Publicado por La Mesa de los Notables.
