503 (2020).
Por el Dr. Alfonso de
Ceballos-Escalera y Gila, marqués de la Floresta.
Varios de mis parientes
y amigos –alguno parece que con vocación de futuro biógrafo-, me suplican que
les diga y aclare cuál de mis muchas distinciones fue la primera. Creen estar
en lo cierto, atendiendo a varios registros oficiales, que habría sido, allá
por el otoño de 1986, la cruz de la Orden Civil de Beneficencia.
Pero no: en realidad, el
primer premio que he recibido en mi vida, que ya va siendo larga de más de seis
décadas, fue una medalla de premio escolar, que se me entregó con toda
solemnidad el 11 de febrero de 1964, cuando toda España festejaba los XXV Años
de Paz tras la última guerra civil –la siguiente parece que se va aproximando
ya, por la pulsión liberticida de la extrema izquierda-.
Asistía yo a un pequeño
colegio, más bien una escuela, que estaba instalado en Madrid, en el número 12
de la misma calle de Quintana en la que mi familia residía entonces. A escasos
metros del lugar en que el 4 de marzo de 1957 se hizo la luz al Mundo, en la
calle del Buen Suceso número 6. El edificio era un bello hotelito del 1880, si
no recuerdo mal de ladrillo rojo y con una gran reja alrededor, que fue
derribado hacia 1970 para levantar un bloque de viviendas. Tengo un vago
recuerdo de alguno de los profesores, todos muy solemnes, de traje y corbata.
He oído que hubo entre ellos algún ilustre maestro, represaliado después de
aquella contienda fratricida, que se ganaba la vida dando clases en colegios
particulares.
Conforme a la formalidad
de la época, a mí se me hizo entrega del correspondiente diploma, que no me
parece feo, junto a una medalla de plata, por cierto, de fina factura. Es
curioso que la cinta de esta medalla sea de los mismos colores que tiene la de
la más importante condecoración que yo he recibido y recibiré en mi vida,
porque también es la primera y más principal del Reino de España: la Real y
Distinguida Orden Española de Carlos III.
Aquel día se nos retrató
a todos los alumnos, al uso de la época: en una mesa con libros y cuadernos, en
actitud de escribir, y con un fondo del mapa de España. Siento no haber sido
capaz de encontrar ahora ese retrato, traspapelado en tantas mudanzas, porque
el corte del flequillo y el atuendo eran muy característicos.
No recuerdo mis
sentimientos en aquel momento –yo tenía siete años-, ni tampoco que el hecho me
afectase mucho, pues no fui nunca mal estudiante y vería con naturalidad el
premio. Tampoco creo que aquel fuese el inicio de mi afición por la historia
premial y la falerística; tampoco me nació al recibir la mencionada cruz de
Beneficencia, sino algo más tarde, a partir de 1994. Pero siempre he guardado
con cariño el diploma y la medalla.
Y así cumplida la
curiosidad de mis parientes y amigos, solo nos queda decir: Laus Deo.
Publicado por La Mesa de los Notables.
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