Un legado de coraje.
En ocasiones, la historia parece escoger
a determinadas familias para convertirlas en custodias del valor. Ayer recordábamos
en este blog al capitán bilaureado don Miguel Rodríguez Bescansa; hoy queremos
dedicar estas líneas a su padre, don José Rodríguez Casademunt, general
laureado cuya semblanza ha quedado grabada en Filipinas y en África como
sinónimo de coraje. Su vida, tejida de disciplina y sacrificio, se templó en
los escenarios más duros del servicio a España, allí donde la lealtad, el valor
y la constancia no eran virtudes opcionales, sino condiciones esenciales para
sobrevivir.
Mallorca.
Nacido en la isla de Mallorca en 1870,
tierra de marineros y hombres recios, José Rodríguez Casademunt llegó al mundo
con la determinación marcada en el gesto. Caminaba, dicen, con paso seguro,
como si cada sendero fuera ya el preludio de una marcha militar. Su mirada,
profunda y serena, contemplaba el horizonte no como frontera, sino como
promesa. A los dieciséis años ingresó en la Academia General Militar. Entre el
brillo del acero y el olor a pólvora se fraguó su carácter. Salió
promovido al empelo de Segundo Teniente de Infantería en 1890 y tuvo como destino el Regimiento de América. Sus instructores afirmaban que era “un
soldado de vocación antigua, hecho para tiempos difíciles”. Y no tardó en
encontrarlos.
Filipinas.
Su primer gran destino, fue Filipinas,
donde el sol ardía como fragua y el combate parecía flotar en el aire. Entre
arrozales y selvas densas, Rodríguez Casademunt reveló la verdadera talla de su
espíritu. En Arayat, cercado por un enemigo abrumadoramente superior en número,
sostuvo la posición con un puñado de hombres exhaustos. No retrocedió. No
vaciló. Su voz grave, segura y obstinada mantuvo en pie a sus soldados durante
horas, que los debieron parecer eternas. Los insurgentes avanzaban como
un oleaje imparable, pero el joven oficial recorrió cada flanco, alentó a sus
hombres y llegó a combatir cuerpo a cuerpo aun estando herido.
Cuando todo parecía perdido y el
polvo del combate ahogaba incluso la esperanza, su ejemplo encendió lo
imposible: sus tropas cargaron con fuerzas que creían ya extinguidas. Aquella
defensa memorable no solo salvó vidas; se convirtió en leyenda.
Por su comportamiento obtuvo la Cruz
Laureada de San Fernando, la más alta distinción al valor que, como saben nuestros lectores, otorgan nuestros
Ejércitos.
Tras ganar, como Capitán, una Cruz de
María Cristina, en 1898, se le concedió el empleo de Comandante por la defensa
de la plaza de Manila, volviendo a España herido de gravedad.
Africa.
Pero su espíritu no se apagó al dejar
Filipinas. En África, durante las campañas del norte de Marruecos, volvió a
demostrar que su nombre era sinónimo de coraje. Condujo columnas exhaustas,
abrió paso por desfiladeros imposibles y se ganó la admiración de sus soldados
y el respeto de sus adversarios. Era un jefe justo, austero y valiente, que
jamás exigía a un hombre lo que él mismo no estuviera dispuesto a cumplir.
Cada ascenso no era un trámite, sino el
reconocimiento a una trayectoria forjada en el fuego del combate. Con los años
alcanzó el grado de Teniente General y llegó a ser Capitán General de Canarias,
además de presidir el Consejo de las Órdenes Militares, custodio de la
tradición castrense con la misma dignidad con la que había combatido.
Había llegado a la cima, pero conservó
siempre -según los que le conocían- la humildad del muchacho que un día partió
de Mallorca.
El final del camino.
El destino, sin embargo, quiso que su
vida concluyera lejos de los honores ganados en batalla. En 1936, en los
primeros meses turbulentos de la Guerra Civil, el anciano general -ya en la Reserva, sin mando ni armas y sin enemigos personales- fue encarcelado en la
Cárcel Modelo de Madrid. Entre sus fríos muros mantuvo la misma dignidad con la
que había pasado sus días como soldado.
La madrugada del 7 de noviembre su
nombre apareció entre los que serían conducidos a Paracuellos del Jarama.
Partió al amanecer con la serenidad de quien ha vivido siempre conforme a los
dictados de su conciencia y la certeza de una vida plena.
Un legado imborrable.
José Rodríguez Casademunt fue un soldado
de los que se forjan en la batalla: un hombre de honor, héroe en Filipinas,
ejemplo en África, general que llevó la Laureada no como ornamento, sino como cicatriz
de una vida entrega y coraje.
Su memoria permanece en los anales de la
historia militar, así como en todos aquellos que vemos en su figura un símbolo
de valor, lealtad y sacrificio.
Publicado por La Mesa de los Notables.
